El
pasillo que conducía hacía mi habitación era largo y frío. Unas
lámparas de hierro pintado de color blanco era lo único que
decoraba las paredes. Mis pasos se hacían eco de un silencio que
recorría el espacio y mi cuerpo. Noté la mano fría y sudorosa de
mi madre al rodear mi brazo. En aquellos momentos se había vuelto
aún más pequeña de lo que ya era. Podía oír su respiración
entrecortada a cada paso que dábamos. La miré de reojo porque no me
atrevía mirarle a los ojos. El miedo estaba en su mirada.
Seguimos
el ritmo acelerado de la enfermera que nos condujo por pasillos aún
más inhóspitos que los anteriores. Al llegar a una puerta de color
verde, nos detuvimos. La enfermera nos presentó lo que iba a ser
durante un tiempo mi casa. Una habitación ocupada por dos camas y
decorada con unas cortinas de color azul cielo.
-
Puedes elegir la que más te guste. Hace dos días que despedimos a
la última paciente. Te toca estrenar entrada.
Un escalofrío
recorrió mi cuerpo y me obligó a sentarme en una silla.
Si
necesitas que alguien acuda sólo tienes que tocar este botón.
Están a tu disposición dos enfermeras. El médico vendrá cuando
pueda. No te preocupes, será rápido. Mejor no darle mucha
importancia.
“Cómo
se nota que no es a ti a quién tienen que toquetear” pensé.
Una
voz estridente llamó por el altavoz a la joven enfermera y ésta se
apresuró a abandonar la sala. Allí nos quedamos mi madre y yo.
Solas. Únicamente acompañadas por un cuadro que me dio algo de
tranquilidad. En él dos niños corrían entre árboles y flores. Mi
madre me preguntó que cama prefería y decidí la que estaba cerca
de la ventana. El sol a esa hora de la tarde empezaba a desaparecer
entre los altos edificios de la ciudad. Las bocinas de los coches se
oían a lo lejos. Al estar en la última planta tuve la suerte de
poder admirar el cielo. Estirada en la que ahora se convertía en mi
cama podía ver la inmensidad del cielo claro de día, y el cielo
estrellado de noche.
Y
en esa soledad, no pude evitar recordar al niño de seis años que
jugueteaba con un paraguas abierto un día que el sol resplandecía
con fuerza.
Desde
el banco en el que estaba sentada observaba como reía y hablaba en
voz alta. No entendía muy bien lo que decía porque el griterío de
los otros niños jugando apagaba su dulce voz, pero se percató de mi
atención porque vino corriendo para preguntarme:
¿Qué
haces ahí sentada?
Miro
como juegas-. Fue lo único que supe responder.
¿Sólo
miras?
No
lo sé. Bueno también medito.
¿Y
éso que es?- me preguntó al sentarse a mi lado. Seguía con su
paraguas abierto y en continuo movimiento.
Vaya,
no es fácil explicarlo, pero verás meditar es estar en un estado
de....- Las palabras se me acabaron y al ver su mirada obtuve la
respuesta.
Tú
ya lo haces. Ser como eres ya es meditar.
¿Sabes
por qué llevo un paraguas hoy?
No.
Tal vez... ¿Porque puede llover? Aunque a mi no me lo parece...-
respondí alzando la vista al cielo.
Je,je.-
rió – No. Llevo un paraguas abierto para que cuando llegue la
noche pueda recoger estrellas. ¿Sabes que hay estrellas que cuando
llevan mucho tiempo viviendo en el cielo llega un día en que
deciden caer en la Tierra?
Me
estás tomando el pelo. ¿Quién te contó esa historia?- “Aunque
esa historia tiene mucho encanto”, pensé en silencio.
No
te lo diré porque no me vas a creer. No importa. Tu sólo recuerda
que cuando estés en una habitación y desde tu ventana puedas ver
el cielo estrellado ten a mano un paraguas abierto, podrás recoger
una estrella caída que te ayudará. Para eso están.
¿Mamá?¿Mamá?-
repetí su nombre tantas veces como pude para que pudiera volver de
su añorado mundo.
Perdona
hija, estaba en otro sitio...
Sí,
lo imaginaba. ¿Puedes traerme un paraguas, por favor?
¿Ahora?
¡Si casi está anocheciendo!Y además ¿para qué quieres un
paraguas? Que yo sepa en los hospitales no llueve.
No
te lo diré porque no me vas a creer. No importa, tú traeme ese
paraguas por favor.
Recogió
su abrigo, su bufanda y su bolso. Me besó en la mejilla y le vi los
ojos llorosos. “Ahora vuelvo” me dijo en un susurro.
Desde
aquel día en el parque nunca más volví a ver aquel niño del
paraguas abierto. No supe ni su nombre, ni su apellido ni dónde
vivía. Sólo me dijo su edad. “Demasiado joven para hablar con
tanta delicadeza”, pensé yo. Pero ahora lo siento más cerca que
nunca, y eso que ya había pasado casi un año. Fue el mismo año en
que me dijeron que me tendrían que ingresar porque mi cuerpo
empezaba a enfermar cuando apareció el chiquillo del paraguas
abierto.
Mi
madre no tardó . Al cabo de una hora entró apresurada en la
habitación no sólo con un paraguas, sino con cinco.
¿Cuál
prefieres?- me preguntó con la voz entrecortada
Mamá,
tranquila. No voy a utilizar el paraguas a modo de paracaídas para
saltar por la ventana del hospital. Es algo que tengo que
probar. Me lo contó un amigo-. Le sonreí, aunque sabía que
aquella sonrisa le partía el alma.
Esta
bien, como tu digas. Ahora más que nunca debes seguir a tu corazón.
Dame
el transparente. Ábrelo y colocalo aquí, junto a la ventana.
Era
un paraguas sencillo. Pensaba que la transparencia del plástico me
permitiría poder ver mejor la estrella caída...en el caso que
sucediera, claro está.
Mi
madre se sentó en un sofá a hojear una revista. Al poco rato ya
estaba durmiendo con la misma revista sobre el brazo y con el
cansancio instalado en su rostro. La noche llegó y las estrellas
empezaron a aparecer una a una. ¡Eran tan bellas! Polvo de estrellas
que me recordaba que yo estaba creada de esa misma esencia. Las
observaba con paciencia, viendo como seguían plantadas en el cielo
oscuro y a la vez deseando que mi estrella cayera de una vez por
todas en el tan ansiado paraguas. Me mantuve despierta. Oyendo el
“tic tac” monótono de un reloj de pared. Tuve un momento de
debilidad y volví a creer a ser una cría ingenua que era capaz de
aceptar una historia tan absurda como la que me había contado un
niño de seis años. Pero no, no fui tan ingenua. Ni la historia era
tan absurda. A escasos minutos para que el reloj diera las 4h de la
madrugada una estrella empezó a caer delicadamente del cielo, entró
deslizándose por el ventanal y cayó dentro del paraguas
transparente abierto de par en par. No me lo podía creer. Me acerqué
con tanto miedo que creí que se me partiría el alma y la vi.
Brillando. Pequeña como una semilla, como el minúsculo pétalo de
una margarita. Silenciosa y refulgente. Me armé de valor y la cogí
entre mis manos. Me senté en la cama envuelta en un trozo de sábana
y le pregunté. Le pregunté por qué me había elegido, por qué
estaba conmigo, por qué después de tanto trabajo por ser mejor
persona me encontraba en una lugar tan frío como un hospital. Le
pregunté sobre mi enfermedad, sobre mi cuerpo, sobre mi dolor...Y la
estrella me respondió. Tal vez suene a cuento o a historieta
fantástica. Pero no lo es, ni lo será. La estrella me habló en un
susurro pero con voz clara. Respondió a cada una de mis preguntas y
luego se desintegró entre mis manos. Lo que me dijo debo quedármelo
para mi. Pero hubo una frase que nunca olvidaré y que debo
proclamar.
“ En
esta vida que vivimos llena de angustias, de anhelos y desesperanzas,
todos somos estrellas. Únicamente depende de nosotros ver la la luz
que irradia nuestra alma y que tiene el poder de transformar las
cosas y sobre todo a las personas.”
Dedicado
a Manolo, el que fue mi “padre” durante los primeros 25 años de
mi existencia. Gracias por enseñarme que la muerte no fue el final
de la vida sino el principio. De la tuya y de la mía.
Precioso relato, íntimo, emotivo y bello.
ResponderEliminarEsas palabras que plasmas y de la forma en que lo haces sólo pueden salir de la estrella que anida en ti.
Un beso Mireia.
Júlia
Gracias Júlia....millones de gracias.
EliminarUn beso.
Ai aquesta estrelleta que brilla i brilla!!bona nit flor a veure si les estrelles baixen i ens apaguen aquestes flames...
ResponderEliminarS'apagaran...Més tard o més d'hora...però s'apagaran
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